¿Puede el cerebro influir en la pérdida de peso?
La Neurociencia moderna nació de la mano de nuestro premio Nobel Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) y pretende explicar el complejo funcionamiento del cerebro, estudiarlo, observarlo y analizarlo.
Así se ha comprobado que, para perder peso, entre otras muchas cosas, hay que “educar al cerebro”.
Ya vimos que el centro del apetito o de la saciedad se encontraba precisamente en el cerebro, en una glándula hormonal del volumen de un guisante situado en su centro que se llama hipotálamo y que controla muchas otras funciones del organismo.
También vimos que había que comer despacio para que esta glándula tuviera tiempo suficiente de “enterarse” de que estábamos injiriendo comida y, a continuación, de que teníamos que parar porque ya estábamos saciados.
Por ello nuestro cerebro, si le hacemos “caso”, nos ayuda a mantener un peso corporal adecuado, garantiza nuestra supervivencia y ejerce un papel muy importante a la hora de combatir y evitar la obesidad.
Pero los muy comilones siguen comiendo…, aunque ya no tengan ganas, simplemente porque les gusta demasiado la comida que tienen delante.
Cuando tenemos hambre se enciende una alarma en este hipotálamo y esas mismas señales de alerta llegan también al sistema de recompensa aumentando la apetencia por la comida, cuya sola imaginación ya nos produce placer, se “nos hace la boca agua” como decimos vulgarmente y aumenta el deseo.
A medida que comemos, el nivel de nutrientes en sangre aumenta y se liberan, también en el hipotálamo, hormonas que inhiben el apetito, como la leptina y la insulina.
Cuando estas señales alcanzan el sistema de recompensa, se reduce la sensación de placer y disminuye el interés por seguir comiendo.
Sin embargo, determinadas comidas de uso muy frecuente, fácilmente accesibles y que requieren un mínimo de preparación, ricas en grasas y azúcares pueden anular estos mecanismos de freno.
Estas comidas sobrecargan el sistema de recompensa que empieza a funcionar de manera inadecuada, igual que hacen las drogas, de manera que cuantos más azúcares y grasas se ingieren, más se desea seguir haciéndolo.
Se come en exceso hasta el punto de que se habla también de adicción a la comida, como explica el experto en adicciones Paul J. Kenny en “Investigación y Ciencia”.
Investigación y Ciencia es una publicación científica de alta difusión, y es la versión española de la revista norteamericana Scientific American.
Si se come una bolsa entera de patatas fritas chips, y muchos lo habréis comprobado, al terminarla, se tienen casi más ganas que al principio de seguir comiéndolas, porque no sacian y además el organismo tiende a seguir comiendo más de lo mismo.
Se ha visto que hasta el “chasquido” que se produce al masticar estas patatas ya crea una especie de adicción, porque este simple ruido produce cierto grado de satisfacción, por eso los fabricantes van buscando ese “crujido” hasta en los cereales del desayuno, puesto que de lo que se trata es de fidelizar al consumidor para que busque estos productos y no deje de consumirlos.
Cuanto más crujientes más apetecibles, pero más se habrán «desestructurado» sus hidratos de carbono y más habrá aumentado su Índice Glucémico también llamado glicémico.
Según un nuevo estudio realizado en la Universidad de Tufts y el Hospital General de Massachusetts, que se publica en el último número de la revista de acceso libre “Nutritionn & Diabetes”, se puede entrenar al cerebro para que ponga fin a este efecto y “prefiera alimentos saludables bajos en calorías en lugar de otros con más calorías y menos sanos».
El estudio, llevado a cabo con mujeres y hombres adultos sugiere que no sólo es posible revertir el poder adictivo de la llamada “fast food” sino aumentar, además, la preferencia por los alimentos sanos.
¿Si estuviésemos rodeados de personas que comiesen sano, acabaríamos nosotros comiendo sano? Probablemente sí.
Si convencemos a nuestro cerebro de que los alimentos sanos son los que nos apetece comer, se daría un paso importante para luchar contra la obesidad.
La influencia que ejerce lo que tenemos a nuestro alrededor, y la educación que recibimos en lo que comemos, también se ha comprobado en niños muy pequeños si, desde el principio, los padres les inculcan el “amor por los alimentos saludables”.
La psicóloga Elsa Punset habla de que «nuestros niños son digitales, emocionales y entrenables» y como son entrenables, si se quiere se les puede entrenar desde pequeñitos para que les gusten los alimentos saludables.
Dentro de las verduras y de las frutas, simplemente por sus colores bonitos, variados y llamativos ya hay una razón para atraerles.
“No nacemos adorando las patatas fritas y odiando la pasta integral, por ejemplo”, explica Susan B. Roberts, profesora de nutrición y de psiquiatría en dicha Universidad de Tufts que es la que lidera esta investigación y explica que este comportamiento, denominado condicionamiento, ocurre con el tiempo, en respuesta a la exposición repetida a los alimentos “tóxicos” o muy grasos y calóricos que tenemos disponibles en nuestro entorno.
Se sospechaba que, una vez establecidos los circuitos de adicción a alimentos poco saludables, estos podían ser difíciles o imposibles de revertir, sometiendo toda la vida a las personas que han ganado peso al antojo de alimentos poco saludables, que se vuelve una tentación continua.
Para averiguar si el cerebro puede ser “reentrenado” para elegir alimentos saludables, Susan B.vRoberts y sus colegas estudiaron lo que ocurría en el sistema de recompensa de hombres y mujeres con sobrepeso y obesidad a los que sometió a un «programa de pérdida de peso especial» y todos los participantes fueron sometidos a la resonancia magnética de sus cerebros, al principio y al final de un período de seis meses.
Este estudio demostró que las personas que participaron en él tenían después un mayor deseo de alimentos saludables junto con una disminución en la preferencia por otros poco saludables.
”Hasta donde sabemos, esta es la primera demostración de que este importante cambio es posible”.
Los investigadores creen que varias características de este «programa de pérdida de peso» fueron también importantes porque planificaban menús con bajo índice glucémico, el IG.
Este índice mide la capacidad de un alimento que contenga carbohidratos de elevar el azúcar en sangre después de las comidas.
Cuando tomamos cualquier alimento rico en glúcidos o azúcares, los niveles de glucosa en sangre se incrementan progresivamente según se digieren y asimilan los almidones y azúcares que contienen.
Esta elevación puede ser rápida o lenta, dependiendo del tipo de nutrientes y de la cantidad de fibra que contenga.
La grasa y la fibra tienden a reducir este índice glicémico.
Como regla general, cuando más cocido o elaborado, es decir manipulado, esté un alimento, más alto será su índice glicémico.
Así, la pasta al dente tiene un índice glicémico menor que si se cuece durante más tiempo.
Otros estudios han demostrado que los procedimientos quirúrgicos como la cirugía de bypass gástrico puede disminuir el placer por la comida en general, pero no hace que los alimentos más saludables parezcan más atractivos, señala otro de los autores, Thilo Deckersbach, psicólogo del Hospital General de Massachusetts.
Susan B. Roberts añade “Nosotros hemos demostrado que es posible cambiar las preferencias de los alimentos poco saludables a los más sanos sin cirugía.”
Aunque queda mucha investigación por hacer, nos sentimos muy alentados ya que nuestro programa de pérdida de peso parece cambiar qué alimentos son tentadores para la gente.”
El tiempo nos seguirá aportando nuevos estudios y más datos puesto que el sobrepeso y la obesidad son la nueva epidemia del sigloXXI.